“Por ello quiero a los santos que no temen, sino que verdaderamente aman. Quiero a los que con su ciencia y su razón vencen a diario el dolor y el sufrimiento. Y, en verdad, no veo diferencia entre el santo y el que alienta la vida con su ciencia. ¿Qué mejores ejemplos, qué guías superiores a esos guías?”
Se pueden contar muchas cosas sobre un amigo, y su vida es, sin duda, un elocuente testimonio de su paso por este mundo. Sin embargo, hoy quiero compartir un aspecto más íntimo, relacionado con su trabajo interno, o mejor dicho, con un aspecto específico de él.
Nuestro vínculo se extendió por décadas, con encuentros casi diarios. Incontables cafés y porciones de pizza se convirtieron en la excusa perfecta para conversaciones, risas e intercambios profundos. En una de esas charlas, hace unos 10 años, me comentó sobre un trabajo personal que había comenzado a desarrollar, tema que a menudo surgía en nuestras conversaciones.
Me contó que había empezado a identificar a diferentes personas que atravesaban dificultades. Eran personas de todos los ámbitos por los que se movía: su barrio, el siloísmo, su familia, e incluso algunas con las que mantenía relaciones "virtuales" debido a la distancia, o a quienes no conocía directamente. Cada noche, antes de dormir, repasaba mentalmente a cada una de ellas y, con la mejor emoción posible, pedía por su bienestar.
Sostuvo este trabajo durante años, actualizando la lista cuando era necesario, hasta que se convirtió en parte habitual de su vida cotidiana. Nuevas personas entraban en su lista y otras salían. Algunas de esas personas ya no estaban en este mundo, pero, incluso a ellas, seguía enviándoles, desde su corazón, “buena onda”.
Este modo de trabajar, tan sencillo pero a la vez tan difícil de mantener en el tiempo, ese acto de salirse de sí mismo para pedir por los demás, fue uno de los aspectos que marcó un salto de calidad en su vida. Este "amar a la humanidad", no de manera abstracta, sino uno a uno, día tras día, proyectó y multiplicó buenas acciones más allá de su entorno.
Siempre fue cercano a sus seres queridos, pero este trabajo le permitió llegar mucho más lejos, ampliando y profundizando una de sus mayores virtudes. En definitiva, se convirtió en un impacto positivo para muchas personas.
A veces, la ausencia de alguien nos revela la magnitud de su presencia. No es lo mismo valorar a una persona en el día a día que hacerlo cuando ya sabemos que no volveremos a verla. La ausencia nos hace más conscientes del significado de sus acciones, de lo que irradiaban y de cómo su influencia se proyectaba sobre los demás y el mundo.
Es cierto que, cuando alguien se va, muchas cosas desaparecen con su cuerpo, pero algo perdura: una especie de legado, virtudes trascendentes que, al valorarlas, las hacemos nuestras y las mantenemos vivas en este espacio y tiempo que buscamos humanizar.
Por todo esto, mi profundo agradecimiento a Jano.
Ojalá podamos rescatar, de aquellos que ya no están, el legado de sus virtudes únicas, esas que los hicieron especiales. Invito a todos a hacerlo. ¿Qué mejor manera de mantenerlos presentes? Y por qué no extenderlo a los que aún están con nosotros, aprendiendo a reconocer esas virtudes que, a veces, se pierden entre las personalidades. Que buen compromiso: ver más allá de lo cotidiano y atesorar lo que realmente importa.
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