Sucede ocasionalmente que uno se advierte con extrañeza frente a un espejo, en un súbito desencaje entre el propio sentir de “yo” y la imagen que devuelve el cristal. Como si de repente uno se sintiera inmerso en la famosa novela de Oscar Wilde, entre Doryan y la visión de su retrato.
Aunque mis recuerdos se hundan en el tiempo pasado, su huella es también presente, haciendo actual el tiempo pasado. No necesariamente los “reflejos” de juventud y otras cosas dejan de rondar en el “yo” de alguien adulto. Ésta poderosa dinámica lleva, en algunos casos, a sostener la propia ilusión y negar lo que otros parece que ven de uno. No se trata de darle todo el crédito a la opinión de “otros”, pero no podemos negar que es un punto de vista diferente, que el que puede tener uno mismo, sobre su propio aspecto.
¿Cómo “envejece” el “yo”? o dicho más suavemente ¿cómo éste acompaña el devenir del propio cuerpo?
Parece que hay por lo menos dos caminos para responder la pregunta: uno es el de la frustración, amarga "realidad" que nos aleja de nosotros mismos extraviándonos en el mar de la comparación.
Aunque allí mismo se puede advertir que la frustración encierra otro sendero, es el camino del fracaso.
Fracaso de las expectativas que fuimos poniendo en cada época. Esas “falsas esperanzas” que, aunque fueron “alimento” para algún momento, no constituyeron una solida apertura del futuro…
Voy a compartir la anécdota que inspiró este relato. Un amigo contó una situación vivida y éste hecho, además de mostrarnos a alguien que aprendió a reírse de sí mismo, es estimulante para la reflexión.
Sucedió que este amigo, viajaba en el transporte público, en la ocasión ninguno de los asientos estaban disponibles, con lo cual tuvo que hacer lo que es habitual y, tomado de las barandas, comenzar el viaje de pie.
Al rato advierte que una bella joven lo está mirando e inmediatamente comienza a sentir ese “temblor” interno que se produce en algunos encuentros de miradas. Tiene fuertes sospechas respecto a que la joven ha sido atraída por su prestancia. Debo aclarar que nuestro amigo es de alrededor de 50 años, bien parecido y de buen aspecto, no parece haber sucumbido al inútil artificio de “Carmela”[1] y los tonos blancos de su cabellera testimonian con entereza la distancia con los tiempos jóvenes.
Bien, estamos con las miradas entre ella, sentada y él parado en el transporte de colectivos. Estamos refiriéndonos también, a la existencia de ese “magnetismo” que, a veces entre las miradas, produce una chispa que comienza a encender toda una secuencia de pensamientos, en este caso, los de nuestro protagonista.
Luego, cuando ya no le quedan dudas que se había iniciado algo entre ambos, él, con ciertas palpitaciones comienza a repasar mentalmente las opciones de la situación: qué hacer, cuánto dinero tenía encima, cómo llegar al mejor desenlace de la situación que se le presentaba, etc.
Aun ensimismado con estos pensamientos evaluativos y antes de lanzarse a la acción, la joven le llama la atención y le dice gentilmente:
Disculpe señor ¿no quiere mi asiento…?
[1] “La Carmela”: tal vez la primer marca de tintura masculina para cabellos, famosa en Argentina desde 1930. El nombre quedó como término genérico para describir el tratamiento que algunos hombres se aplican en la cabellera para ocultar sus canas.
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