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La chancha blanca

jueves, 1 de diciembre de 2016


Todos daban por sentado que existía, que era feroz, muy grande y que el enojo que tenia, por el robo de sus lechones, era colosal.

Los que la habían visto, aseguraban que sólo andaba por las noches y en el monte de eucaliptos, que separaba en dos al pueblo.

Llegaba la noche y nuestro campo de acción se reducía a la mitad, el otro lado del pueblo estaba “prohibido” por nuestro miedo. No podía ser que el temor nos paralizara, ya éramos grandes -nos decíamos- mi amigo y yo.

Los adolescentes -que cruzaban- parecían divertirse con nuestro temor y en lugar de darnos aliento, nos relataban inéditas descripciones de las apariciones que habían presenciado o escuchado, de la “bestia blanca”.

Esa noche Joselito y yo habíamos tomado la decisión de cruzar de un lado al otro. Sabíamos que llegado el momento, sólo contaríamos con nuestros silbidos, como “escudos protectores”.

No le dijimos nada a nadie y sin muchos preparativos, partimos hacia la estación de trenes ya que desde ahí se iniciaba la senda peatonal que llevaba al otro lado. La entrada parecía una “boca de lobos”, la noche estaba oscura y cerrada, ya sentíamos el impulso de comenzar a silbar, pero no podíamos malgastar nuestra única protección, pues ese era sólo el comienzo, lo más difícil, aun estaba por llegar.

Llegamos a las vías, ya estábamos “adentro” de la oscuridad, por un momento, mirando hacia atrás, dudamos de nuestra decisión, mientras veíamos lejanas las luces protectoras de las casas que habíamos dejado a nuestras espaldas.
Que momento..., o avanzábamos hacia lo temido con la esperanza de sentirnos más fuertes, luego de superar la prueba o retrocedíamos hacia lo seguro, pero, con la sensación de que éramos unos cobardes.

Finalmente, mi amigo tomó la decisión y avanzamos rodeados de sombras “pegajosas”. Toda estaba negro, el piso, los lados, el cielo y también el camino; ya era tiempo de comenzar a silbar alguna melodía, no importaba cual, ni siquiera que ambos silbáramos la misma, en todo caso, sólo importaba que fuera larga. Ese rito no iba a detener la posible agresión, pero sí nos distraía de lo “miedoso” que intentaba apoderarse de nosotros...

Con nuestros ojos, lagrimeando por el viento frío de la noche, buscábamos sin pestañear a la chancha y a las luces del otro lado que, marcarían el final de nuestra travesía; por unos largos minutos nada se veía, sólo la oscuridad que parecía resistirse a medida que la íbamos penetrando.
Marchábamos rápido, pero sin correr, de hacerlo nos sentiríamos vencidos por el miedo.

En medio del trayecto, había dos grandes galpones de chapa que tenían la función de acumular las bolsas de cereales que luego partirían, tren mediante, hacia algún lugar. Estos grandes edificios estaban montados sobre dos altas plataformas de cemento, allí se estrechaba el camino al máximo, sin duda estábamos en el peor momento…

Pasamos la última prueba, ese lugar estrecho, y ya se comenzaban a ver las luces del otro lado del pueblo, nuestros silbidos ahí se convirtieron en un dialogo que aun mostraba, los rastros entrecortados de la respiración alta. Luego la luz, cambiando del amarillo hacia el blanco anunciaba que estábamos a salvo.

La experiencia nítida de fortaleza que da el vencimiento de una resistencia se nos manifestó como el gran premio. Nuestra niñez dejo de ser refugio.

Enero 1999

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